La verdad es como una manta que siempre te deja los pies frios, la estiras, la extiendes pero nunca es suficiente. La sacudes, le das patadas pero desde que llegamos llorando hasta que nos vamos muriendo, solo nos cubre la cara mientras gemimos, lloramos y gritamos.

El club de los poetas muertos

lunes, 12 de marzo de 2012

Nada

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. El peluche reposaba sobre la estantería, diría que justo en la misma posición que cuando lo dejó años atrás. Como si el día anterior fuese el mismo día en que se independizó, cada objeto residía en su lugar. Y de hecho, parecía que no hubiese pasado el tiempo, que esos dos años hubiesen desaparecido de un plumazo y que los recuerdos solo fuesen un sueño difuso que le habían dejado la boca pastosa y un sabor amargo, un hueco en el estomago y los ojos hinchados. Se dio cuenta de que no podía evocar el pasado sin que la imagen de su rostro le viniese a la mente, entonces se preguntó si él tuvo la culpa, si la tuvo ella o los dos. Se preguntó qué fue lo que hizo mal. Habría querido poder insultarle, poder encontrar dentro de él una pizca de ira para decirle a la cara lo cruel que había sido. Pero no sentía nada, no sentía rabia ni despecho, solo apatía. Como si los engranajes de su cuerpo se hubiesen oxidado. Parecía que todas las cosas por las que antes desvivía habían dejado de tener sentido y su mero recuerdo se clavaba en sus sienes como pequeñas agujas. Era consciente de que dentro de poco tendría que ponerse en contacto con ella para repartir todos los muebles del piso. Solo de pensarlo le entraban arcadas, pero tenía que hacerlo. Pensaba en todas las cosas que ya no quería como el reloj o la sudadera que le regaló. Tampoco quería la televisión pequeña del dormitorio ni los álbumes de fotos. No quería sus libros, su pasta a la carbonara, sus canciones, su perfume ni el dentífrico que siempre se gastaba. No quería la casa con jardín soñada, el fin de semana en la montaña ni los ladridos del pastor alemán que siempre quisieron adoptar. No quería las cosquillas en el sofá, la película de los domingos, las peleas por la manta, los paseos por la playa y mucho menos las caricias en el cuello. No quería todas aquellas cosas que compartieron ni los castillos de arena que construyeron. Ya no quería nada, porque todo aquello ya no era nada. Tan efímero como las palabras, las promesas o los besos. Esa nada que le abrumaba y no le dejaba dormir. Ese hueco en el estomago de las cosas que quisieron y dejaron de existir.

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