La verdad es como una manta que siempre te deja los pies frios, la estiras, la extiendes pero nunca es suficiente. La sacudes, le das patadas pero desde que llegamos llorando hasta que nos vamos muriendo, solo nos cubre la cara mientras gemimos, lloramos y gritamos.

El club de los poetas muertos

miércoles, 31 de agosto de 2011

Entre la intriga del pudo suceder.


Esta no es más que una cafetería común de un barrio común, repleta de gente única pero al fin y al cabo común. No es un lugar de grandes acontecimientos sino de escenas de vidas mundanas; pequeñas rutinas ansiosas de caladas de vida fresca. El sol acaba de nacer mostrando sus primeros rayos paliduchos que a través de los ventanales iluminan rostros ojerosos, bellos, viejos, ilusionados, agrios e infantiles. Quizás anónimos, quizás conocidos. Murmullos tímidos de primera hora, choque entre tazas y platitos, el saltar de las tostadas, el tic tac manipulador de las agujas del reloj y el roce de los dedos entre las páginas del periódico. No es más que cálida sinfonía de mañana que penetra en oídos aún adormecidos.

Como todos los días, el chico sentado en la barra guiña el ojo a la camarera, le sonríe tímidamente y le ofrece una propina excesiva mientras insiste que la acepte. La mujer de la mesa cuatro observa con embelesado descaro al hombre del periódico. Él finge no darse cuenta. El torpe camarero sorteando las mesas sonríe con afecto al niño gritón. El jorobado anciano admira la belleza de la joven estudiante del fondo de la cafetería. Ella le devuelve la mirada. El se indigna ante el paso del tiempo.

Todos se marcharán y no quedará más que el último sorbo frío en el fondo de la taza de café. La camarera no le pedirá el teléfono al chico de la barra. El hombre del periódico, aunque intenta hacerse el interesante, no tendrá el valor de corresponder a su admiradora. El niño nunca se decidirá a ponerle la zancadilla al torpe camarero, deseando que finalmente se suiciden las inestables bandejas que desfilan entre sus dedos. La joven estudiante jamás recriminará las indeseadas miradas de verdes intenciones.

Las palabras no traspasarán el silencio, ni las escenas serán más que baratas visiones. Todo quedará en ese nada a medias, en un futuro inexistente que se perderá entre el olvido. Todo quedará allí, en el aire; entre la intriga del pudo suceder. En la solitaria gota que perdida esperará en la taza de café.

Limite sin limites.

La acusación quizás no fuera justa, quizás no fuera cierta. Pero la manera de encajarla podría haber sido más correcta. Pero en ese momento en qué tocan tu debilidad y la retuercen, desde tu punto de vista, en el instante de la discusión, pese a que intentas controlarte, el enfado rebosa la paciencia y este responde con un tono alto de voz, con incongruencias y con gesticulación demasiado alterada.

Me pregunto, cual es el momento exacto en el que la razón desaparece en momentos de rabia. Cuándo pasamos de pensar en qué decir a decir sin pensar. Ese momento en el que nuestro yo desaparece. O no desaparece, sino que es una parte de nosotros que emerge en situaciones de tensión, pero nos avergüenza tanto, que no podemos admitir que tengamos una faceta así. Nuestro autocontrol tiene un límite y más allá no existen las palabras ni los hechos que nos hagan orgullecernos más tarde.