Esta no es más que una cafetería común de un barrio común, repleta de gente única pero al fin y al cabo común. No es un lugar de grandes acontecimientos sino de escenas de vidas mundanas; pequeñas rutinas ansiosas de caladas de vida fresca. El sol acaba de nacer mostrando sus primeros rayos paliduchos que a través de los ventanales iluminan rostros ojerosos, bellos, viejos, ilusionados, agrios e infantiles. Quizás anónimos, quizás conocidos. Murmullos tímidos de primera hora, choque entre tazas y platitos, el saltar de las tostadas, el tic tac manipulador de las agujas del reloj y el roce de los dedos entre las páginas del periódico. No es más que cálida sinfonía de mañana que penetra en oídos aún adormecidos.
Como todos los días, el chico sentado en la barra guiña el ojo a la camarera, le sonríe tímidamente y le ofrece una propina excesiva mientras insiste que la acepte. La mujer de la mesa cuatro observa con embelesado descaro al hombre del periódico. Él finge no darse cuenta. El torpe camarero sorteando las mesas sonríe con afecto al niño gritón. El jorobado anciano admira la belleza de la joven estudiante del fondo de la cafetería. Ella le devuelve la mirada. El se indigna ante el paso del tiempo.
Todos se marcharán y no quedará más que el último sorbo frío en el fondo de la taza de café. La camarera no le pedirá el teléfono al chico de la barra. El hombre del periódico, aunque intenta hacerse el interesante, no tendrá el valor de corresponder a su admiradora. El niño nunca se decidirá a ponerle la zancadilla al torpe camarero, deseando que finalmente se suiciden las inestables bandejas que desfilan entre sus dedos. La joven estudiante jamás recriminará las indeseadas miradas de verdes intenciones.
Las palabras no traspasarán el silencio, ni las escenas serán más que baratas visiones. Todo quedará en ese nada a medias, en un futuro inexistente que se perderá entre el olvido. Todo quedará allí, en el aire; entre la intriga del pudo suceder. En la solitaria gota que perdida esperará en la taza de café.